La luz vence a las tinieblas

[35] Consideramos también como formal en la espiritualidad el conflicto luz y tinieblas al estilo joánico. La motivación es llevar la Luz a los lugares recónditos de la Humanidad. Para ello proponemos el icono del desierto, el Tabor, la Cruz, el descenso a lo más profundo del infierno y la Resurrección, para llevar, de esta manera, a la Humanidad, de las tinieblas a la Luz admirable. 

 

[36] Por eso, será imponderable para nosotros leer la interpretación de algunos Padres de la Iglesia sobre estos Iconos que se vivifican en nuestras vidas. De los mencionados, el Icono de Cristo en el desierto, por ejemplo, nos recuerda cuando el tentador se acercó a Jesús (cf. Mt. 4, 1-11).

 

Allí se entabla una lucha entre Cristo y el demonio, que es espiritual, oral, bíblica, teológica y hasta en cierta forma, corpórea.


Jesús se prepara espiritualmente para el combate en el desierto con ayuno, oración y silencio. Otra razón importante que nos orienta en la oración contemplativa y luego en la práctica liberadora, es el Icono de la Transfiguración. Esta escena en sí se muestra como un ejemplo de vida contemplativa, en la que sigue, inmediatamente en los relatos evangélicos un exorcismo. Bajando el Señor del monte Tabor, expulsará a un demonio de un joven lunático; expulsión que los discípulos no han podido realizar. Entonces los discípulos le preguntan: “¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle? Les dijo: por vuestra poca fe. Porque yo os aseguro: si tenéis fe como un grano de mostaza, diréis a este monte: desplázate de aquí allá, y se desplazará, y nada os será imposible. Esta raza no puede ser lanzada sino por la oración y el ayuno” (Mt. 17, 19-21). Es dable observar la anexión que el Señor hace a esta obra de expulsar demonios con la necesidad de una fe más orante. 

[37] Los laicos están llamados, al igual que los religiosos, a contemplar y testimoniar el rostro ‘transfigurado’ de Cristo, y son llamados también a una existencia transfigurada”.

 

Transfiguración que no se puede comparar con la de Moisés, “pues en este aspecto, no era gloria aquella glorificación en comparación de esta gloria sobreeminente. Porque si aquello, que era pasajero, fue glorioso, ¡cuánto más glorioso será lo permanente! 


Teniendo, pues, esta esperanza, hablamos con toda valentía, y no como Moisés, que se ponía un velo sobre su rostro para impedir que los israelitas vieran el fin de lo que era pasajero. Pero se embotaron sus inteligencias. En efecto, hasta el día de hoy perdura ese mismo velo en la lectura del Antiguo Testamento. El velo no se ha levantado, pues sólo en Cristo desaparece. Hasta el día de hoy, siempre que se lee a Moisés, un velo está puesto sobre sus corazones. Y cuando se convierten al Señor, se arranca el velo. Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad. Mas todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen cada vez más gloriosos: así es como actúa el Señor, que es Espíritu” (2 Cor. 3, 10-18)... “Y si todavía nuestro Evangelio está velado, lo está para los que se pierden, para los incrédulos, cuyo entendimiento cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios” (2 Cor. 4, 3-4).

 

“Pues el mismo Dios que dijo: ‘De las tinieblas brille la luz’, ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo” (2 Cor. 4, 6). 

 

[38] “En el Evangelio son muchas las palabras y gestos de Cristo que iluminan el sentido de esta especial vocación. Sin embargo, para captar con una visión de conjunto sus rasgos esenciales, ayuda singularmente contemplar el rostro radiante de Cristo en el misterio de la Transfiguración. A este ‘icono’ se refiere toda una antigua tradición espiritual, cuando relaciona la vida contemplativa con la oración de Jesús ‘en el monte’. Además, a ella pueden referirse, en cierto modo, las mismas dimensiones ‘activas’ de la vida espiritual, ya que la Transfiguración no es sólo revelación de la gloria de Cristo, sino también preparación para afrontar la cruz. Ella implica un ‘subir al monte’ y un ‘bajar del monte’: los discípulos que han gozado de la intimidad del Maestro, envueltos momentáneamente por el esplendor de la vida trinitaria y de la comunión de los santos, como arrebatados en el horizonte de la eternidad, vuelven de repente a la realidad cotidiana, donde no ven más que a ‘Jesús solo’ en la humildad de la naturaleza humana, y

son invitados a descender para vivir con Él las exigencias del designio de Dios y emprender con valor el camino de la cruz”.

[39] Así, “el episodio de la Transfiguración marca un momento decisivo en el ministerio de Jesús. Es un acontecimiento de revelación que consolida la fe en el corazón de los discípulos, les prepara al drama de la Cruz y anticipa la gloria de la resurrección. Este misterio es vivido continuamente por la Iglesia, pueblo en camino hacia el encuentro escatológico con su Señor. Como los tres apóstoles escogidos, la Iglesia contempla el rostro transfigurado de Cristo, para confirmarse en la fe y no desfallecer ante su rostro desfigurado en la Cruz. En un caso y en otro, ella es la Esposa ante el Esposo, partícipe de su misterio y envuelta por su Luz. Esta Luz llega a todos sus hijos, todos igualmente llamados a seguir a Cristo poniendo en Él el sentido último de la propia vida, hasta poder decir con el Apóstol: ‘Para mí la vida es Cristo’ (Filip. 1, 21). Una experiencia singular de la Luz que emana del Verbo encarnado es ciertamente la que tienen los llamados a la vida consagrada, pero también los laicos.

 

En efecto, el espíritu de los consejos evangélicos que debe vivir todo fiel cristiano, lo presenta como signo y profecía para la comunidad de los hermanos y para el mundo; encuentran pues en ellos particular resonancia las palabras extasiadas de Pedro: ‘Bueno es estarnos aquí’ (Mt. 17, 4).

 

Estas palabras muestran la orientación cristocéntrica de toda la vida cristiana. Sin embargo, expresan con particular elocuencia el carácter absoluto que constituye el dinamismo profundo de la vocación a la vida contemplativa de todo cristiano: ¡qué hermoso es estar contigo, dedicarnos a ti, concentrar de modo exclusivo nuestra existencia en ti! En efecto, quien ha recibido la gracia de esta especial comunión de amor con Cristo, se siente como seducido por su fulgor: Él es ‘el más hermoso de los hijos de Adán’ (Sal. 45/44, 3), el Incomparable”.