Aspecto victimal

[31] Deseamos acompañar a Jesucristo víctima en su camino a la Cruz. Reconociéndolo en sus hermanos que sufren en el cuerpo y en el espíritu, de manera particular los que son esclavizados por el mal espíritu. Acompañarlo en la Última Cena, donde su Corazón ardía con ansias de padecer como efecto de su infinito amor por el Padre y por los hombres. En el Huerto de Getsemaní, en su silencio y oración, en “su lucha con Dios” en favor de los hombres, en su aparente abandono, al verse pecador, sin serlo, por cargar con nuestras innumerables culpas. Acompañarlo en la Cruz, donde respiraba en todo momento pensamientos y palabras de misericordia y perdón, continuando su soledad y aparente abandono del Padre, siendo lacerado su Sagrado Corazón, y con el quejido amoroso más conmovedor de la historia:

“tengo sed” (Jn. 19, 28). 


[32] El Padre envía a su Hijo, el Hijo se ofrece al Padre para ser enviado según Hebreos 10, 5-7:

 

“Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- para hacer, oh Dios, tu voluntad!” 

 

El Hijo toma un cuerpo para ofrecerse como víctima al Padre, ése es su sacrificio. El Espíritu Santo lo acompañará siempre en este cumplimiento de la Voluntad del Padre: lo impulsa siempre, y lo conduce también al desierto (“Entonces Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo” Mt. 4, 1), para hacer penitencia antes de empezar su Vida Pública. Lo impulsa igualmente a realizar el Misterio Pascual. Así el Espíritu, una vez realizada la redención, impulsa a los Apóstoles a predicar, sanar y expulsar demonios “porque yo hago siempre lo que le agrada a él” (Jn. 8, 29); y siempre dispuesto a la voluntad del Padre “¡He aquí que vengo -pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios, tu voluntad!” (Heb. 10, 7); “Padre, si quieres, aparta de mí este cáliz; pero no se haga mi voluntad, sino la tuya” (Lc. 22, 42); “Padre, en tus manos pongo mi espíritu” (Lc. 23, 46). 

[33] Tener compasión de nuestros hermanos es compadecerse, ante todo, con Cristo Víctima en la Cruz. Así como María Santísima se compadeció con su Hijo en la Cruz y con cada uno de nosotros y por nosotros, así, otro tanto deberemos compadecernos nosotros por nuestros hermanos más necesitados de los auxilios espirituales.

 

El sufrimiento de la Madre de Dios fue vivido en la hoguera de su Corazón Inmaculado, cuando se hicieron efectivas al pie de la Cruz las palabras profetizadas por Simeón: “... una espada atravesará tu alma para que sean descubiertos los pensamientos de muchos corazones” (Lc. 2, 35).

 

Esos pensamientos de ‘muchos’ (sentido de ‘pro multis’: totalidad) no pueden quedar descubiertos ante Dios, ya que siempre lo están (cf. Sal. 44, 22); se refiere aquí a Ella misma. La espada es el sufrimiento corredentor que como Víctima en unión y dependencia de su Hijo, ofrece al Padre por nosotros. Nadie puede tener acceso al corazón de los hombres, al lugar más recóndito, a lo más profundo del alma, sino sólo Dios. Ni los ángeles pueden conocer el interior del hombre si Dios no se lo da a saber. Pero en la Madre Corredentora, víctima al pie de la Cruz, se da una conquista a través de esa espada de dolor por la cual los corazones de los hombres quedan patentes ante Ella, que conquista siempre en unión y dependencia de su Hijo.

 

A partir de aquí Ella tiene acceso a donde ni los propios ángeles llegan. En su título de Mediadora, conociendo el interior de los hombres y todas sus necesidades, presenta ante su Hijo las súplicas en favor de ellos.

 

Así, en el horno incandescente de amor del Inmaculado Corazón están presentes el amor, las súplicas, los deseos y las inquietudes de todos sus hijos. 

 

[34] No podemos soslayar el Misterio Pascual del Señor, ésta es la “hora” elegida por Dios para el desquite, es el momento de la glorificación de Cristo, que a su vez coincide con la hora de las tinieblas. En la Cruz es derrotado el Maligno y con el poder de la Resurrección la Iglesia triunfa sobre él continuamente.