TIBERIADES, ANTICIPO DEL CIELO...

El pasaje que leeremos y meditaremos lo escribió el discípulo amado de Jesús. El que escribió: “Lo que era desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y palparon nuestras manos tocando al Verbo de vida... os lo anunciamos a vosotros, a fin de que viváis también en comunión con nosotros.” Él vivió de una manera particular la escena siguiente que contemplaremos. Él pudo decir: Mi pluma será mi alma, la tinta mi sangre.

 

Para hacer esta meditación es conveniente el silencio y recogimiento. Colocarse en el corazón de San Juan que mucho sabe del amor de Cristo. Pedirle el corazón a San Juan para experimentar en ese lugar, la playa de Tiberiades, el profundo amor que lo envolvía. Para contemplar esta escena es conveniente transportarse allí, junto a Jesús. Es la fruición del banquete entre los que se aman.

 

Jn 21, 1-25:

Después de esto, se apareció Jesús otra vez a los discípulos a orillas del mar de Tiberiades. Se apareció de esta manera: Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea y los de Zebedeo y otros dos de sus discípulos. Simón Pedro les dice: “Voy a pescar.” Le contestan ellos: “También nosotros vamos contigo.” Fueron y subieron a la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya amaneció, estaba Jesús en la playa; pero los discípulos no se dieron cuenta que era Jesús.

 

Les dijo Jesús: “Muchachos, ¿no tenéis en la mano nada de comer?” Le contestaron: “No.”

Él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.” La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por la abundancia de peces. El discípulo a quien Jesús amaba dice entonces a Pedro: “Es el Señor”; Cuando oyó Simón Pedro que era el Señor, se puso la sobretunica -pues estaba desnudo- y se arrojó al mar. Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. Cuando bajaron a tierra, vieron preparadas unas brasas encendidas y un pez sobre ellas y pan. Les dijo Jesús: “Traed de los peces que acabáis de pescar.” Subió Simón Pedro y arrastró la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Jesús les dijo: “Venid y comed.” Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres tú?”, sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se lo da; y de igual modo el pez. Esta fue la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos.

 

Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: “Simón hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Le dice él: “Sí, Señor, tú sabes que te amo.” Le dice Jesús: “Apacienta mis corderos.”

 

Vuelve a decirle por segunda vez: “Simón hijo de Juan, ¿me amas?” Le dice Pedro: “Sí, Señor, tú sabes que te amo.” Le dice Jesús: “Apacienta mis ovejas.” Le dice por tercera vez: “Simón hijo de Juan, ¿me amas?” Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: “¿Me quieres?” y le dijo: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.” Le dice Jesús: “Apacienta mis ovejas. En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras.” Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: “Sígueme.”

 

Pedro se vuelve y ve que los sigue detrás el discípulo a quién Jesús amaba, que además durante la cena se había  recostado en su pecho y le había dicho: “Señor, ¿quién es el que te va a entregar?” Viéndole Pedro, dice a Jesús: “Señor, y éste, ¿qué?”. Jesús le respondió: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme.” Se divulgó, pues, entre los hermanos la voz de que este discípulo no moriría. Pero Jesús no había dicho a Pedro: “No morirá”, sino: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué?.”

 

Este es el discípulo que da testimonio de estas cosas y que las ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero.

Hay además otras muchas cosas que hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni todo el mundo bastaría para contener los libros que se escribieran.

 

Comentario de este maravilloso y misterioso suceso

Es la tercera vez que Jesús se aparece, no en forma individual, sino en conjunto. En este caso había 7 apóstoles. Sucedió en Galilea. En el mar de Tiberiades o mar de Galilea. Jesús ama mucho este acontecimiento. Ha inspirado a San Juan a pintar la escena de una manera extraordinaria. En ellos mismos se había grabado tanto, que frecuentemente lo comentaban y recordaban. Era maravilloso ver la figura de Jesús, lleno de luz ahora, de esplendor y majestad revestido, comer con ellos. Era Él. Les había preparado la comida. En un profundo y misterioso silencio de amor, comían en torno al Verbo divino. Era el banquete anticipado del cielo.

 

Pedro, familiarizado con el lugar donde se encontraba, por vivir en esa zona, decide por cuenta propia abocarse al trabajo de la pesca. Los otros discípulos quieren ir con él. En pocos minutos, ya tenían todo preparado para la pesca. Estuvieron toda la noche... pero no pescaron nada. La pesca simboliza la acción apostólica, por eso Cristo había dicho ya a los apóstoles: “Os haré pescadores de hombres”. La pesca de Pedro es totalmente ineficaz. A diferencia de lo que sucederá con el mandato de Cristo con solo tirar una vez las redes. La diferencia radica en que en una de las pescas el que decide pescar es Pedro y los demás lo acompañan. En la segunda la pesca es por mandato de Cristo. ¡Cuánto aprenderá la Iglesia en la persona de Pedro esta enseñanza! Las obras apostólicas no se hacen por cuenta propia, no tienen fruto. Se hacen en nombre de Cristo y por su mandato expreso. Si se hace así es porque hay humildad. De la otra manera, es la fuerza del hombre que intenta tener frutos por sí, al margen de Dios. No habían pescado nada, todavía no había venido sobre ellos el Espíritu Santo, no había llegado aún Pentecostés. Aprendieron también que las obras se hacen en plena luz y no en la oscuridad de la noche. Es decir, se hacen en gracia de Dios y no en la oscuridad del pecado.

 

Durante toda la noche, muy probablemente los apóstoles hayan estado hablando de Jesús. Detalles de su vida. Ya lo habían visto resucitado dos veces en grupo. Otras apariciones había realizado Jesús con muchas otras personas en forma individual, entre ellos a Pedro. Lo extraño para todos resultó el amanecer. Estaban en silencio porque un marco especial rodeaba a los apóstoles. En el horizonte vislumbraban, mezclado aún con el brillo de algunas estrellas, la luz de la aurora que se iba lentamente imponiendo. Una gran calma en el mar. No soplaba viento. Verían las montañas que rodeaban el enorme lago, como dormidas y envueltas aún en el silencio del reposo. El interior de cada uno de los apóstoles se encontraba preparado por la naturaleza entera que los rodeaba para presenciar algo único. En medio de este sagrado y envolvente silencio, allí en la playa, la figura esbelta de un hombre. Les dijo Jesús: “Muchachos, ¿no tenéis en la mano nada de comer?” Le contestaron: “No.” Él les dijo: “Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.” La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por la abundancia de peces.”

 

Jesús no se dejó ver pero estaba allí. Había ocultado el esplendor de la gloria de su alma y la claridad del cuerpo glorificado. Jesús estaba allí y estaba más que nunca. Parecía que no estaba pero era cuando más estaba. Es el juego del amor divino. Es el Esposo en busca de la esposa. Es el amor del Maestro que enseña, educa, fortalece y eleva el alma al amor más ardiente, purificándola en el crisol del sufrimiento, que es la noche del sentido y del espíritu.

 

Ahora por mandato de Jesús la pesca era otra. La diferencia era esencial. Bastó tirar la red una vez. Hacia la derecha, lugar donde Jesús pondrá a las ovejas a diferencia de los cabritos que estarán a la izquierda. Los de la derecha tendrán el derecho de ingresar al banquete eterno. La red simboliza la Iglesia de Cristo. Red tirada por Pedro a la cabeza y los apóstoles, por mandato de Cristo, a recoger las almas que se salvarían. Ahora sí, con la gracia de Dios, era de día; con la humildad y obediencia a Cristo que indica incluso el lugar, la pesca es asombrosa. Hombres acostumbrados a la pesca se admiran. Nunca han visto cosa parecida. Sin embargo, con ser tantos peces la red no se rompió, porque la Iglesia es infalible y tiene la asistencia del Espíritu Santo, no puede romperse. Es la Esposa de Cristo, la Iglesia bañada con su sangre divina. Subió Simón Pedro y arrastró la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Los peces simbolizan las almas. Nadie se pierde en la Iglesia Católica, la red no se rompe, la Iglesia es de Cristo.

 

Pero uno de los apóstoles que estaba en la barca advierte lo que los otros no parecen advertir. Había alguien que tenía una mirada especial. Ya lo había dicho Jesús: “Bienaventurados los puros de corazón porque ellos verán a Dios”. Era Juan, el discípulo amado de Jesús. Juan vislumbra una luz especial en ese hombre. Advierte el esplendor del amor divino que manaba de su corazón. Ese corazón le era familiar. Él lo había conocido de modo especial. Había recostado su cabeza sobre el pecho de su Maestro y había escuchado la melodía divina, los latidos de su divino corazón. ¿Qué había escuchado? Un profundo gemido. Había escuchado las quejas amorosas de Jesús. Escuchó gritos silenciosos y lamentos. Era como un corazón que agonizaba. La razón: no podía vivir sin el amor de los hombres. Ahora es el único que ve a Dios en ese hombre. El único que reconoce a Cristo. Lo invade la alegría y el gozo del alma y exclama: “Es el Señor”; Cuando oyó Simón Pedro que era el Señor, se puso la sobretúnica -pues estaba desnudo- y se arrojó al mar.

 

San Juan simboliza la caridad y Pedro la fe. La fe es primera y más necesaria pero la caridad es la más excelente de las virtudes. La caridad tiene intuiciones que sobrepasa la razón. Pero no se puede tener caridad si no se tiene fe. Como la fe es primera virtud pero no tiene la excelencia de la caridad que intuye, Pedro, la fe, se lanza en primer lugar en busca de Jesús, pero Juan, la caridad, es el que descubre al amado.

 

Los demás discípulos vinieron en la barca, arrastrando la red con los peces; pues no distaban mucho de tierra, sino unos doscientos codos. La playa donde está parado el Maestro simboliza la tierra firme, es decir, el cielo. Los apóstoles se encuentran en el mar que simboliza el mundo, un lugar donde el hombre es agitado por muchas dificultades. Los apóstoles se dirigen a la playa con los peces en la red, que no está muy lejos. Porque la vida sobre la tierra es como un soplo. Es el camino de la Iglesia que peregrina al cielo, donde se encontrará con Cristo que espera la llegada de las almas en su Iglesia, guiada por Pedro (Papa) y los demás apóstoles (Obispos).

 

Cuando bajaron a tierra, vieron preparadas unas brasas encendidas y un pez sobre ellas y pan. Los apóstoles comprendieron enseguida. Cristo era el pez. Al estar sobre la parrilla asándose les recordaba la pasión de Cristo. Las brasas encendidas les recordó la ardiente caridad de Cristo. El pan, la Eucaristía, el memorial que había dejado en la Última Cena. Y todo el conjunto: el banquete eterno, preparado por Cristo junto al Padre. Banquete que se da en el interior de cada alma en forma anticipada. Banquete de bodas entre Cristo y cada alma que se anticipa ya aquí en la tierra por el amor ardiente de Caridad entre ambos. Es lo que advirtió el apóstol San Juan, el contemplativo, que con ojos puros veía más allá siempre. Él escribirá el Apocalipsis y describirá el banquete de Cristo con las almas: “Mira que estoy a la puerta y llamo, si alguien escucha mi voz y abre la puerta, Yo entraré en él y cenaré con él y él Conmigo” (Ap 3, 20). Adviértase que no sólo cenará Cristo con el alma sino el alma con Cristo, eso es el amor, comunión de bienes. Intercambio y donación total. La puerta a la que llama el Esposo es el corazón humano y la cena es el banquete eterno anticipado.

 

Les dijo Jesús: “Traed de los peces que acabáis de pescar.” Subió Simón Pedro y arrastró la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y, aun siendo tantos, no se rompió la red. Es Pedro el que busca la red, es decir el guía de la Iglesia. Llevar los peces a la orilla simboliza el fin del mundo y la llegada a la playa el cielo. Nos recuerda el juicio de Dios, las almas presentadas ante Cristo. San Juan coloca en su evangelio la cifra exacta de peces que están en la red, porque Cristo conoce a cada alma y ninguna escapa de su amor divino. San Jerónimo, del siglo IV, cuenta que en esa época, la de los apóstoles, se conocían en el Mar de Galilea (Tiberiades), ciento cincuenta y tres especies distintas de peces. Era el número exacto que simbolizaba la salvación de toda clase de personas, donde entran los distintos colores, razas, pueblos y naciones. Es decir, la catolicidad de la Iglesia. 

 

Jesús les dijo: “Venid y comed.” Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres tú?”, sabiendo que era el Señor. Viene entonces Jesús, toma el pan y se los da; y de igual modo el pez. Esta fue la tercera vez que Jesús se manifestó a los discípulos después de resucitar de entre los muertos. Jesús dijo “venid y comed”. El banquete lo prepara Jesús y el alimento es Él mismo. La comida preparada por Cristo nos recuerda también el gozo después del trabajo apostólico, el premio luego de la labor realizada. Es el banquete eterno preparado por Cristo. Les da el pez y el pan, las dos cosas que lo representan. Él ya había hecho la multiplicación de peces y panes dos veces, pero este pez y este pan eran especiales, es el que está reservado en el cielo y que ahora se anticipa, figura de la Eucaristía.

 

Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: “¿Quién eres tú?”, sabiendo que era el Señor. Es el amor. El amor contempla en silencio. El amor se deleita ante el Amado, con sola su presencia. Sobran las palabras. La admiración y el gozo de los Apóstoles eran tales que el silencio era lo que más deseaban. Jesús los miraba. De él brotaba un profundo amor. Aumentaba en ellos el deseo del cielo, pero antes debían trabajar mucho y derramar su sangre por el Maestro. Cristo, luego de la comida, se lo recordará a Pedro.

 

Jesús un día nos dirá: “traed aquí los peces”. Cada uno debe llevar en su propia red, que es la Caridad, los peces recogidos, las obras personales de cada uno. Le dirá al sacerdote, a los padres de familia, al político, al médico, al abogado, al barrendero, al comerciante, al maestro: ¿dónde están los peces?.

 

Esta aparición de Cristo suscitó en los Apóstoles y suscita en nosotros el deseo del cielo. Nos hace tener nostalgia de cielo. El cielo consiste en la visión facial y goce fruitivo de Dios con todo el conjunto de bienes que le acompañan. Es la posesión plena y perfecta de una felicidad sin límites, totalmente saciativa de las apetencias del corazón humano y con la seguridad absoluta de poseerla para siempre. Es la bienaventuranza exhaustiva y total. Es la reunión de todos los bienes en estado perfecto y acabado. Es el bien perfecto que sacia plenamente los apetitos. El discípulo amado escribió:“Carísimos, ahora somos hijos de Dios, aunque aún no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que cuando aparezca, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es (I Jn 3, 2).

 

Después de haber comido, dice Jesús a Simón Pedro: “Simón hijo de Juan, ¿me amas más que éstos?” Le dice él: “Sí, Señor, tú sabes que te amo.” Le dice Jesús: “Apacienta mis corderos.” Vuelve a decirle por segunda vez: “Simón hijo de Juan, ¿me amas?” Le dice Pedro: “Sí, Señor, tú sabes que te amo.” Le dice Jesús: “Apacienta mis ovejas.” Le dice por tercera vez: “Simón hijo de Juan, ¿me amas?” Se entristeció Pedro de que le preguntase por tercera vez: “¿Me quieres?” y le dijo: “Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te amo.” Le dice Jesús: “Apacienta mis ovejas. Pedro había dicho una vez a Jesús: “aunque todos te abandonen yo no, daré mi vida por ti”, Jesús lo corrigió y le dijo que lo negaría tres veces. Y fue así, lo negó y su vida no la dio. Pero ahora Jesús hace reparar las tres negaciones con tres actos de amor y luego le dice: En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías, e ibas adonde querías; pero cuando llegues a viejo, extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras.” Con esto indicaba la clase de muerte con que iba a glorificar a Dios. Dicho esto, añadió: “Sígueme.” Jesús le decía que ahora sí, esta vez daría la vida, no porque se le ocurriría a Pedro como la primera vez, sino porque esta segunda vez se lo pediría la voluntad divina de Jesús. La primera vez quiso ir donde él quería y no le resultó, ahora irá donde no quiere, otro lo llevará, es decir la voluntad divina de Jesús. Ya Pedro había aprendido la lección de humildad y plena confianza en Jesús. Jesús le confía para apacentar en su nombre, como cabeza de la Iglesia, los corderos (los apóstoles, es decir, obispos y sacerdotes) y las ovejas (todos los fieles laicos).

 

Dicho esto, añadió: “Sígueme.”  Jesús se da vuelta y comienza a caminar para desaparecer luego de la presencia de los apóstoles. Pedro entiende literalmente la palabra sígueme. Se pone a caminar detrás de Cristo. El discípulo amado no puede ver partir a Jesús, ¡siempre es poco el tiempo de la presencia entre los que se aman! Casi por instinto del amor que abrazaba su corazón va tras Jesús también. Aparece nuevamente Pedro con sus debilidades, no aprendía la lección. El discípulo amado venía detrás y“viéndole Pedro, dice a Jesús: “Señor, y éste, ¿qué?”. Jesús le respondió: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú, sígueme.” Tú sígueme. No mires a los otros. No te compares... de cada una de las almas pido cosas diversas. De un árbol pido la sabia del sufrimiento, de otros la fortaleza del tronco, de otros la frondosidad de las ramas o de las hojas, de otros la primicia de los brotes, de algunos las hermosas flores, de otros el sabroso fruto, de algunos la fragancia, a cada uno lo trato de diversa manera y le pido cosas distintas. Tú sígueme. Yo reparto los dones a quién quiero y como quiero. A unos llamo de un modo a otros de otro. Todos tienen mi infinito amor de forma diversa. A nadie trato de la misma manera, pero por todos muero de amor...

 

Jesús desaparece de la presencia de los Apóstoles. No es que se haya ido. Siempre está. Ahora no lo ven. Ya lo volverán a ver algunas veces más. Y ya llegarán a la playa definitiva del cielo donde los esperará con el banquete prometido para deleitarse con cada uno de ellos. Donde el tiempo no corre y el amor no cesa. Donde se enciende la brasa del amor en forma creciente y constate.

 

¡Oh Tiberiades! Poder estar allí... cuántos recuerdos... si por nosotros fuera, diría San Juan, hubiéramos establecido unas carpas para alojarnos y convivir con Jesús. Ya habíamos querido hacerlo cuando estuvimos en el Tabor quedando completamente extasiados del amor a Dios. Pero fue inútil. La tierra no es para descansar. No debemos establecernos ahora aquí. No es Tiberiades el cielo, solo un destello de esa gloria que un día aparecerá... Las moradas las ha preparado ya el Señor, por eso dijo que debía irse y preparar un lugar para venir luego a buscarnos y llevarnos con Él.

¡Oh Tiberiades! Anticipo del cielo...

 

Pbro. Carlos H. Spahn